HOMBRES DE SAL

Historias de altura

25/04/2025

Pesca

Maria Luisa Atarés. Fotos Opagac
Mirador atunero Albacora
En medio del océano, donde la línea del horizonte se funde con el cielo, una veintena de hombres convive durante semanas, a veces meses, sobre un casco de acero que avanza con cada ola. Son pescadores, elementos humanos de precisión que madrugan con el motor y duermen con la sal en los párpados. Aunque sus rutas se crucen en los mapas, sus historias reflejan formas distintas –y a la vez muy parecidas– de vivir el océano, donde el respeto mutuo es la clave para convivir durante los intensos meses de faena. Este es un viaje al corazón de los barcos pesqueros españoles de altura, contado por quienes han hecho de la mar su casa, su sustento y su forma de vivir y entender la vida.
Juan y Álvaro Chouza, jefe y oficial, en la sala de máquinas.
Juan y Álvaro Chouza, jefe y oficial, en la sala de máquinas.

En el Atlántico Sur faena el Montefrisa 9, un atunero de 78 metros, con 30 tripulantes de diversas nacionalidades. Entre ellos, Juan y Álvaro Chouza, que comparten apellido y cuarto de máquinas. Trabajar juntos les une más allá de lo familiar: “Hay una conexión que no tengo con nadie más a bordo”, confiesa Álvaro. Juan, por su parte, reconoce que a veces es difícil separar el rol de padre del de jefe, pero “ver cómo crece como profesional justo a mi lado es un orgullo difícil de describir”, afirma. Padre e hijo, jefe de máquinas y oficial a su cargo. Cuenta Álvaro, de 24 años: “Confío en él, y él confía en mí. Esa es la base del trabajo a bordo.”

La convivencia no es fácil, pero en el Montefrisa, buque del Grupo Calvo, asociado a Opagac, hay algo especial. “Aquí se puede discutir por la mañana, pero cenamos juntos por la noche”, dice Juan. Entre turnos, descansos, y cenas, se forja una rutina que permite la supervivencia emocional. Y los domingos, si nada lo impide, hay barbacoa en cubierta, se encarga Alfonso, cocinero de Albacete: “música por megafonía, portugueses, senegaleses, gallegos... todos comiendo y riendo juntos.

VOLVER POR NAVIDAD

En el mismo océano, pero en aguas de Guinea Bissau, navega Antonio Cárdenas, patrón de altura del Grupo Alfonso Riera (Anamar), que lleva desde los 17 años en la mar. Cuando empezó, la comunicación con tierra era escasa, las condiciones de vida más rudimentarias, y todo se hacía a mano. “Hoy tenemos internet, electrodomésticos modernos y mejor descanso, pero la exigencia del trabajo sigue siendo la misma”, explica. Esa evolución tecnológica ha hecho más llevadera la vida a bordo, aunque el sacrificio personal sigue intacto. “Cuando me bajo de un barco, ya estoy deseando volver”, confiesa. Comanda una tripulación de 13 hombres. “No puedo dejar el puente solo. Cualquier cosa que pase allí es mi responsabilidad”.

Cárdenas trabaja de 5:30 de la mañana a 23:00. “Es una cadena que nunca se para”. Pero también hay tiempo para sonreír: como aquel año que volvió de sorpresa por Navidad y su pequeño pensó que era Papá Noel. “Eso no se olvida.”
 
Albacora, atunero en el que Ekaitz Oihenarte ejerce de capitán.
Albacora, atunero en el que Ekaitz Oihenarte ejerce de capitán. 
El Albacora Uno, un atunero de 105 metros de eslora, faena en el Índico, bajo el mando de Ekaitz Oihenarte, su capitán. Ekaitz llegó a la mar desde otro rumbo: empezó estudiando Derecho, dos cursos, pero algo le llamaba desde su pueblo natal, Bermeo. “Quería ver mundo”, dice. Y lo ha visto. Con puerto base en las Seychelles, Ekaitz lidera una tripulación de 36 hombres que ya son familia. 
Este capitán, al que apasiona su profesión, divide su tiempo a bordo entre el puente de mando, el papeleo administrativo y la toma de decisiones junto al patrón. El trabajo es intenso, pero sabe encontrar momentos para el descanso: una siesta, una charla, una película en el salón, un partido de fútbol visto en grupo. “No he sentido miedo, pero sí tensión positiva. Esto es una cadena de decisiones constante”, dice Ekaitz que agradece el sistema de cuatro meses embarcado y cuatro de descanso: “Cuando estoy en tierra, soy padre 24/7”.

Diego Fernández es jefe de máquinas en el 12 de Julio, buque de la empresa Baltimar, con 20 tripulantes en sus 33 metros, que opera en las costas de Guinea Bissau, Mauritania y Senegal. Diego conoce al milímetro las entrañas mecánicas de un pesquero. Lleva en esto desde 1987. “Antes, llamar a casa era imposible. Ahora, hablo con mi familia todos los días”. Diego destaca que el trabajo en la mar es “más mental que físico”, y recuerda con emoción el día en que ayudaron a rescatar a un barco en llamas: “hasta salvamos al perro”.

Hoy los buques pesqueros están bien equipados. Los camarotes ofrecen algo de intimidad, la comida es buena y variada -pensando en religiones y culturas–. Los cocineros son verdaderos artistas, capaces de preparar desde platos típicos hasta tartas de cumpleaños improvisadas en medio del océano.

En el triángulo que forman el oeste de las Azores, las Bermudas y Canadá, faena el Isami, un palangrero de superficie que comparte nombre con su patrón, Miguel Isami. Este barco de la empresa familiar Isami, perteneciente a la OPP de Burela, navega hasta su caladero tras el pez espada y la tintorera. “Solemos estar entre 60 y 70 días fuera. La convivencia es buena, pero hay que saber llevar el ritmo”. En su buque conviven españoles, senegaleses y un ucraniano. “Nos entendemos bien. El deporte, las películas, y hablar con la familia ayudan”.

CONVIVENCIA A BORDO

Juan Sosa, patrón del Sierra de Dakar, buque marisquero de la empresa Ángel Muriel, lleva desde los 17 años navegando. “Nunca he tenido una pelea a bordo”, afirma Juan que tiene a 22 tripulantes a su cargo faenando en aguas de Senegal. “Eso es porque aquí todo se basa en el respeto”. Las campañas duran 45 días, y en puerto, el trabajo se intensifica: “Es más agotador que en el mar”. 

Para muchos, el sacrificio más grande es la separación de la familia. Pero también lo es la falta de futuro en el relevo generacional. “Ya no hay marineros españoles”, lamenta Juan. “La marinería es casi toda africana o marroquí”. Sin embargo, entre los oficiales sigue habiendo españoles, aunque también empiezan a escasear, comentan los protagonistas de este reportaje, que animan a los jóvenes a probar la vida en el mar. No es fácil, dicen, pero se gana bien, se aprende mucho y, si te gusta, se convierte en una forma plena de vivir. Con barcos más modernos, mejor comunicación y condiciones más humanas, el mar ya no es tan lejano como antes.
 
Faenando en aguas del Índico.
Faenando en aguas del Índico.
En Bermeo, un pueblo que respira tradición marinera, nació Enrike Bilbao, retirado de la mar, pero activo desde tierra. Con 13 años pisó por primera vez la cubierta de un barco. Corría 1965. Era otro tiempo: sin aire acondicionado, sin maquinaria sofisticada, sin internet. Solo el mar, los hombres, el esfuerzo y las ganas de aprender. 

OPORTUNIDADES DE ASCENSO

Enrike comenzó como txo (grumete), y luego como cocinero, haciendo pan a mano en barreños mientras el barco faenaba por las costas de Senegal. Con 24 años, tras casarse y ver que la vida en los pequeños barcos locales no ofrecía suficiente, decidió estudiar para técnico de pesca. Desde entonces, su vida quedó ligada a los atuneros, primero en el Atlántico y más tarde en el Índico. Durante 30 años fue patrón, guiando barcos, hombres y redes por mares a veces generosos, otras veces duros e implacables.

Cuenta que entonces todo era más físico, más rudimentario. Se pescaba a pulso, se embarcaba el pescado con salabardos, y las redes se recogían a fuerza de brazos. Hoy todo ha cambiado: grúas, yoyos, camarotes individuales, cocinas de acero, duchas modernas, conexión con tierra firme. “Antes, para hablar con casa, usábamos radio. Ahora mi hijo me llama por WhatsApp todas las noches”, dice con una mezcla de orgullo y nostalgia. Su hijo Néstor es capitán, tras dejar la informática. “Me dijo: ‘Aita, quiero ir a la mar’. Y así empezó.

Caso aparte, pero muy esclarecedor, es el de Antonio Lucas, periodista y escritor madrileño, absolutamente ajeno al mundo de la mar, que vivió en carne propia lo que significa embarcarse en un arrastrero en Gran Sol durante una marea, compartiendo cubierta, frío y jornadas agotadoras con una tripulación de once hombres. En el Carrumeiro (Nuevo Confurco, en realidad) descubrió otra forma de vivir:

“Vine porque en tierra hay algo muy incivilizado”, reflexiona Lucas en su novela Buena Mar (Alfaguara, 2021), que narra sus peripecias pesqueras por el Atlántico Norte, “Y porque aquí existen ejemplares humanos fuera de los moldes frenéticos y desmadejados habituales, seres que se alejaron progresivamente de todo y aún sienten un extraordinario amor por los delfines.”

A bordo de los barcos pesqueros, el tiempo se diluye, los vínculos se estrechan y la realidad adquiere un ritmo diferente. “El barco no regresa a puerto hasta que no se llenen las bodegas de pescado”, dice Juan Chouza. Pero también hasta que los hombres que lo habitan hayan cumplido un ciclo vital más: de esfuerzo, camaradería, fatiga y orgullo.

A la mar no hay que tenerle miedo, pero sí respeto”, sentencia Antonio Cárdenas. Y quizá esa sea la mejor definición de todos ellos: hombres de sal, formados en la dureza de las olas, pero también en la nobleza de una profesión que, aunque silenciosa y lejana, alimenta al mundo cada día. 

Leer más contenidos en el número 655 de la revista Mar. 

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