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En agosto de 2015 decidí recorrer en kayak la costa de Murcia. La aventura me permitió conocer un bellísimo paisaje litoral que aún mantenía en extensos tramos un buen estado de conservación. Fueron unos 135 km en total, los que separan El Mojón de San Pedro del Pinatar de Punta Parda, el extremo occidental del término municipal de Águilas.
PRIMERA ETAPA: DEL MOJÓN A EL PORTÚS
El periplo, a priori, no presentaba más dificultades que las que podían sobrevenir por el desconocimiento del comportamiento de las olas o las corrientes en determinados puntos del recorrido, mala mar repentina… Eran aspectos que podrían concebirse como fuentes de tensión, pero ninguna persona con verdadero sentido de la aventura querría que fuesen previsibles, porque sabemos que la intensidad emocional que perdurará en la memoria mantendrá una relación directa con las dificultades que hayamos sabido superar, con el arrojo y la habilidad con los que les presentemos batalla.
Al tratarse de una navegación a remo, mis intereses en relación a los vientos eran justamente los contrarios a los de Odiseo en su regreso a Ítaca, pues lo que a mí me convenía, lógicamente, era que Eolo no dejara ninguno suelto. Comoquiera que fuese, el dios del viento me favoreció permitiéndome disfrutar de una superficie marítima mansa y tranquila.
El día amaneció plomizo. En principio pensé que era un factor que me beneficiaba, dada la larga jornada que aún tenía por delante. Manga larga, pantalón hasta los tobillos, gorra con cortina para la nuca y una crema que al secarse sobre mi cara me daba –como más tarde pude comprobar– un aspecto fantasmagórico, constituían todos mis recursos para combatir las radiaciones solares.
Una vez botada la nave justo frente a El Mojón, dirigí animado la proa hacia la escollera del puerto de San Pedro del Pinatar, primera referencia física que vislumbraba ante mí en el horizonte. Tras superar la playa de la Barraca Quemada y las Salinas, inicié el segmento que corresponde a la zona norte de La Manga. Su límite está en los Esculls del Estacio, donde se encuentra el Puerto Deportivo Tomás Maestre y el canal artificial que parte la Manga en dos y que permite unir el Mediterráneo con el Mar Menor -hoy en día tratado en la UCI medioambiental por los ecólogos marinos-.
Confieso que tenía al principio un deseo morboso por recorrer desde el mar, lentamente, palada a palada, el ominoso muro de hormigón que se extiende de extremo a extremo de este singular accidente geográfico. Pero doy fe de que, finalmente, fueron aproximadamente 26 km de tortura visual.
Dejado atrás este monumento a la sinrazón, súbitamente me planté delante del precioso faro de Cabo de Palos. Su silueta la veía recortada frente a mí desde que inicié la travesía, pero la distancia que nos separaba se mantenía irreducible. Como por ensalmo, la misma brisa que me entraba por la popa parecía alejarlo cuando creía estar a punto de llegar hasta él. Entre los aficionados a la navegación es un saber compartido lo difícil que resulta calcular las distancias en la lejanía, hecho que provoca normalmente un franco desasosiego.
Sin embargo, una vez alcanzado, se alzó ante mí imponente y majestuoso, y pude imaginar el alivio que sentirán los marineros al ver sus guiños de luz abriéndose paso entre la bruma cuando buscan abrigo en medio de un fuerte temporal.
Las víctimas del Sirio, transatlántico hundido a principios del pasado siglo frente a las costas de Cabo de Palos y que aún yace en sus fondos, fue el faro probablemente una de sus últimas visiones antes de que el mar los acogiera para siempre.
Cuando doblé el promontorio donde se asientan los magníficos 81 metros de altura de este cíclope benévolo, sentí que se inauguraba una nueva etapa del viaje, pues dejaba atrás una costa profundamente humanizada para encarar la atractiva sucesión de calas y acantilados del Parque Regional Calblanque, Monte de las Cenizas y Peña del Águila, así como su extensión geográfica de la Sierra de la Fausilla. Justo antes de Punta Negrete, en Playa Larga, decidí parar por primera vez para comerme uno de los bocadillos que llevaba en el bidón estanco.
Reiniciado el viaje sobre las 16.30 horas, ya desde las primeras paladas empecé a meditar sobre si debía dormir en la bahía de Portmán o sus cercanías -lo que había previsto en un principio y parecía lo más razonable-, o si, por el contrario, merecía la pena intentar algo mucho más arriesgado: llegar ese mismo día al camping naturista de El Portús.
Mis dudas quedaron disipadas al divisar las jaulas de la piscifactoría situada junto a la bahía de Portmán. Eché un vistazo al panorama que se me ofrecía y concluí que no me apetecía dormir sobre los estériles mineros que colmatan la ensenada (hoy en día, el proyecto de restauración ambiental está sumido en la polémica).
Junto al bulevar de edificios que se levanta en La Manga, Portmán constituía el segundo de los graves atentados ecológicos que presenciaba en el litoral murciano (entre 1957 y 1990, 60 millones de toneladas de residuos químicos de la actividad minera se arrojadon al mar impunemente). Sin embargo, no sería la última cuenta del collar de desmanes medioambientales.
Una vez franqueado este lugar, la única alternativa para dormir y poder comprar algo de comida antes de El Portús era la misma Cartagena, pero decidí aplicarme a fondo y remar vehementemente con mi pala de carbono recién estrenada rumbo al poblado pesquero.
El problema estribaba en que el sol estaba acercándose peligrosamente a la línea del horizonte y el mapa que llevaba cuidadosamente plastificado me decía sin equívoco alguno que aún me restaba por recorrer un tramo de costa casi tan largo como el que llevaba hecho hasta el momento. En cualquier caso, noté que el kayak empezaba a levantar más espuma por la popa, señal de que había conseguido aumentar la velocidad.
Antes de lo deseado, la noche, como diría el poeta, empezó a cubrir todas las cosas con su manto. A esas alturas del día había conseguido sobrepasar el Cabo del Agua y la dársena de Escombreras y me encontraba iniciando la travesía de la bahía en cuyo fondo empezaban a encenderse las primeras luces de Cartagena. Con sentido práctico, antes de que la oscuridad fuese total, decidí establecer hitos orientativos en la costa lejana que me sirvieran de referencia. Así, pensé que lo mejor era dirigirme en línea recta hasta la isla de las Palomas, para trazar desde allí otro ángulo que me llevara a El Portús.
Creí haber ideado un plan exitoso. El sol se había ocultado tras la Sierra de Pelayo, el mar continuaba en calma y los glúteos, aunque doloridos, me permitían sentir la satisfacción de estar próximo a la culminación de un día triunfante. La quietud del entorno permitía que el leve chapoteo de los remos armonizara con los sonidos de unas aves que, a mi paso por la isla, levantaron el vuelo con suavidad para acompañarme durante un trecho. Su silueta se recortaba sobre mi cabeza bajo un cielo azul oscuro. Pero, ay, los dioses del mar, si no han recibido las debidas ofrendas, no permiten que en su reino las cosas resulten tan sencillas.
Superada la isla, ya solo faltaba girar la proa el rumbo preciso para dirigirme a la pequeña ensenada donde se encontraban, según mis cálculos, el pueblo de El Portús y el camping naturista del mismo nombre, ambos separados únicamente por unos peñascos costeros. Todo se desarrollaba según lo previsto, aunque estaba resultando una jornada realmente larga.
Pero me di cuenta de que algo no cuadraba. El Portús tenía luces, lo sabía, pero la isla había quedado atrás hacía rato y yo seguía sin ver nada. Aquella referencia costera elegida y a la que me dirigía cada vez con menos aliento y certeza parecía inalcanzable. Puse a mano la linterna submarina por si algún barco decidía hacer diana conmigo en medio de aquella inmensidad. Por suerte, de pronto divisé en la costa una luz muy tenue. Pensé que podía ser un barco, pero enseguida apareció junto a ella otra de la misma intensidad, y luego otras más… Estaba convencido de que El Portús estaba situado más adelante, pero no me quedaba otra opción que probar suerte y averiguar qué era aquello.
Finalmente resultó ser el pequeño pueblo costero. Me costó alcanzar la costa lo indecible, pero cuando conseguí que fluyera por los glúteos y las piernas algo de sangre y pude sacar el kayak hasta la arena, la mente, tramposa como siempre, hizo que se me olvidaran las penurias recién vividas y que sólo me concentrara en dar una profunda bocanada de aire marino, me despojara rápidamente de todo lo que llevaba y me lanzara a un agua que nunca antes me pareció más transparente. Me bebí casi de un trago dos cervezas que compré en el bar, me comí el bocadillo que me quedaba y después me metí en el saco feliz como un niño. Había llegado a las 22.25 horas tras remar unos 68 km –más o menos la mitad de toda la costa– invirtiendo para ello unas doce horas y media.
No sé cuánto logré dormir -posiblemente no más de tres horas-, pero me desperté ufano pasadas las siete y más fresco que una fresquísima flor. Me di una vuelta por el camping para intentar comprar algo de comida, pero todo estaba aún cerrado. Como conseguí comprar dos botellas de agua en una máquina expendedora, me comí el último plátano y una barrita energética y, mientras los primeros campistas empezaban a llegar a la playa, sobre las 8.30 horas, de nuevo convertido en un bereber marítimo, me dispuse a alejarme de aquella playa virginal. El mar seguía sereno. Imagen panorámica de Marina de Cope Murcia.SEGUNDA ETAPA: DE EL PORTÚS A CALNEGRE
Tras acomodarme en el kayak, decidí cruzar en línea recta el espacio comprendido entre El Portús y Cabo Falcón –el vértice oriental de Cabo Tiñoso–, pues estaba deseando bucear en el entorno del espectacular arco de piedra, para entrar luego en un lago submarino situado a pocos metros. Dejé el kayak en un abrigo natural del acantilado y disfruté de un buceo de lo más placentero. Al volver sorteé en el trayecto unas cuantas medusas y, tras fijar bien los pertrechos en la cubierta de mi Argo particular, me dispuse a seguir remando.
Recorrer Cabo Tiñoso casi rozando con el casco los farallones que se desploman verticales hasta el mar desde alturas estelares, sin duda deja huella. Había estado allí en varias ocasiones, pero la experiencia siempre me resulta nueva y emocionante. No entré en Cala Cerrada, seguro refugio para navegantes poco experimentados, pues quería economizar tiempo. De modo que, desde la Punta de la Azohía, en el extremo occidental de Cabo Tiñoso, decidí emprender una travesía en dirección a Punta Negra y La Isla, ambos pertenecientes al término municipal de Mazarrón. Fue una hora y cuarenta y cinco minutos de tortura psicológica por aquel verificado fenómeno de que en el horizonte las cosas se alejan por sí mismas.
En la populosa playa de Bahía, frente a La Isla, me comí un bocadillo con la voracidad de un náufrago y reemprendí la ruta. Mi destino era Punta de Calnegre, donde tenía planeado pasar la noche. Desde Bolnuevo hasta la localidad lorquina se suceden numerosas calas y algunos playazos en su último tramo: cala Leño, playa del Hondón del Fondo, playa de las Covaticas, playa de Percheles… Es un segmento del litoral murciano que hasta ahora se ha librado de los atentados del ladrillo, sobre todo en la parte que coincide con la Sierra de las Moreras, aunque los invernaderos en algunos puntos parecen querer asentarse sobre la misma arena de las playas.
Llegué al pequeño asentamiento costero sobre las 19.30 horas tras recorrer unos 40 km. El trayecto era sensiblemente menor que el del día anterior, hecho que me reafirmó en la idea de que ocasionalmente actúo con una impulsividad desatada.
Dejé el kayak frente a los bares situados a pie de playa y me dirigí a un pequeño colmado para comprar el desayuno del día siguiente y otras cosas necesarias. Al verme reflejado en un cristal, se hizo firme mi sospecha de que mi apariencia, a esas alturas del viaje, era poco convencional; o quizá algo (o muy) silvestre, por qué no decirlo en toda su crudeza.
Mi novia se acercó a pasar la noche conmigo y me ayudó a trasladar el kayak al lugar de la playa donde habíamos pensado dormir. Pero antes, sentados en una mesa al borde del mar, dimos cuenta de una docena de sardinas recias como tiburones. Cercana ya la finalización del viaje, parecía que la austeridad vivida hasta el momento empezaba a quedar atrás como lo hace la estela que deja el kayak en su avance. Punta del nido del cuervo desde la isla del Fraile (Murcia).TERCERA ETAPA: DESDE CALNEGRE A CUATRO CALAS
El día amaneció con un ligero viento de levante que arreciaría con el transcurso de la mañana. Era la tercera jornada del viaje y ya solo faltaba culminar el plan establecido. Tras desayunar, comencé a palear a las 8.15 horas. Me adentraba ahora en un espacio hodológico –soy natural de Águilas y conocía bien ese tramo de costa–, por lo que las distancias las interpretaba de modo distinto según la experiencia acumulada: a veces eran de un transcurrir lento y, otras, los accidentes costeros quedaban atrás con una rapidez sorprendente.
El mar sería uno de los protagonistas del último día, pues se mostró mucho más expresivo que en las dos jornadas anteriores. Daba la impresión de que, a su manera, quería despedirse de mí. El viento de levante, que ese día era quien lo animaba, cincelaba el agua a su capricho. Unas veces traía olas largas y navegables; otras, encrespaba la superficie con picos de poca altura que provocaban que el kayak diera constantes brincos; otras más, las olas rompían alejadas de la costa y desmadejaban su espuma sin motivo aparente; y aun otras, las rachas soplaban con fuerza, pero solo lograban arañar la superficie.
Comencé a remar animado y de inmediato doblé la Punta de Calnegre, donde se encuentran una serie de playas que son el orgullo de todos los lorquinos. La enormidad del término municipal de Lorca también comprende un trozo de costa: desde la playa de Parazuelos hasta la playa de la Galera, límite entre los municipios de Lorca y Águilas. Un poco antes de esta última se halla Cala Blanca, un precioso lugar con cuevas excavadas en la arenisca que durante la Guerra Civil sirvieron de refugio a los pescadores de Águilas. Huían de los aviones del bando nacional cuando sobrevolaban el casco urbano para bombardearlo. En la visera que cubre una parte de la cala anidan vencejos, mirlos, grajillas y otras aves.
Al sobrepasar Cala Blanca, empecé a dejar a mi derecha las bellísimas y agrestes playas de Marina de Cope. Cabo Cope se mostraba imponente frente a mí a unos pocos kilómetros de donde me encontraba. Custodiando la Ensenada de la Fuente, en la cara norte del cabo, se puede ver la torre defensiva del siglo XVI edificada para proteger la costa de la incursión de los piratas berberiscos. Las aguas de su entorno atraen a aficionados al buceo de toda España. En la ensenada del Jardín de Cope, abierta a levante, se halla una misteriosa cueva con restos de la cultura argárica.
Desde la Punta del Viento del cabo emprendí una travesía que me llevaría a la isla del Fraile. Una hora me llevó el empeño. Durante el trayecto pasé junto a las jaulas de engorde de doradas y lubinas, dejando a la derecha los acantilados de pizarra del Barranco de la Mar.
En la isla del Fraile paré para bañarme. Separada por un estrecho canal, se halla la playa Amarilla o del Cigarro. Esta playa, aunque no muy alejada del casco urbano de Águilas, al no tener hasta hace pocos años un fácil acceso –solo se podía llegar por mar, trepando y destrepando acantilados o dando una caminata olímpica–, para unos pocos lugareños, entre los que me encuentro, era un lugar idílico. Ahora se ha convertido en un hervidero de sombrillas por el asfaltado del antiguo camino.
Desde la isla del Fraile se puede ver el embarcadero del Hornillo (1901-1903), un muelle para cargar minerales construido por los ingleses durante la época en que explotaban las minas de la sierra Almagrera y otras cercanas. Desde la isla remé hacia el Pico de L´Aguilica, ubicado en la montaña que limita hacia el este la Bahía de Levante. En el lado contrario de esta ensenada se encuentra el puerto pesquero de Águilas, al pie de un elevado promontorio donde se asienta el castillo de San Juan de las Águilas, un lugar idóneo para disfrutar de unas deslumbrantes puestas de sol. Al otro lado de la fortaleza, en dirección oeste, se encuentra la playa de La Colonia y un poco más allá la de Poniente, donde termina el entramado urbano. El final de mi viaje estaba próximo. "Mi aspecto lo decía todo tras tres días remando".
Desde donde me encontraba se podía atisbar en el horizonte Punta Parda, la frontera entre las comunidades de Murcia y Andalucía. Sentía que mi corazón empezaba a acelerarse al compás de mi remada. El Paisaje Protegido de Las Cuatro Calas, formado por Calarreona, La Higuerica, La Carolina y Los Cocedores -esta última playa ya perteneciente a la provincia de Almería- señorea con su belleza un enclave que decenios atrás sufrió el acoso del ladrillo. A las 14.00 horas del día 8 de agosto, enfilando la proa hacia los montículos de arenisca que se alzan orgullosos en la última de las playas murcianas, hice la foto oficial de clausura del viaje.
Sin embargo, mientras la quilla del kayak rozaba suavemente el fondo arenoso de la playa, sentí que iniciaba una aventura vital aún más profunda y apasionante, pues había estado expuesto a la belleza y el insondable misterio del mar.
Juan Ruiz Parra, doctor en Literatura, licenciado en Antropología y especialista en Oceanografía